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Retorno a Bellesguard

por Cenzo A. de Haro

Barcelona, 18 de junio de 2012

Anoche soñé que volvía a Bellesguard. Soñé con la empinada calle que conduce a la casa. La escalaba con dificultad, casi ayudado por las manos, curvando mi cuerpo en el esfuerzo teniendo sólo en visión los adoquines de la estrecha acera. Pero llegado a la verja de entrada, el camino serpenteante me llevaba casi en volandas hasta el rellano de entrada. Allí estaba todo el equipo. Actores, técnicos, asistentes, contemplando la imperfecta simetría de sus muros orgánicos, disfrutando de un catering inundado de golosinas mientras estallaban fuegos de artificio sobre nuestras cabezas. Me vacié los bolsillos de monedas de céntimo. Empezaba a tener problemas para recordar la escena que debíamos rodar. Al momento mi incompetencia me impedía lograr que todo funcionara. Quería captar la belleza nocturna del paisaje pero me daba cuenta de que la cámara sólo registraba sombras. En el visor, Marisa me mostraba un primerísimo primer plano del rostro desenfocado de Roberta. Desconforme cogí la cámara y daba vueltas alrededor de la casa, escondiéndome entre los matorrales, mirando la luna en picado, intentando encuadrar la esencia del lugar y el punto donde la actriz debería ponerse. Me perdía por el paso de la naturaleza entre los surcos de los collages de cerámica.

Escribo esto a las 7:30 de la mañana, después de haber fregado los platos de la cena de ayer, haberme duchado y hecho un café, abrir la ventana y respirar aire fresco, escuchar los graznidos de las gaviotas y el silencio de las calles del centro de la ciudad antes de que el subsuelo escupa bullicio. Vosotros diréis que muy bien, que os parece estupendo; pero para mí todas estas papanatas significan que esta noche me he vuelto a desvelar. Eso y un intento vacuo de convertir mi sueño en un referente cinematográfico. Todavía tiene mucha más gracia si pienso que el referente no es ya Hitchcock o Bergman sino mi propia película –nuestra película. Desde el momento en que empieza una pre producción, la obra deja de ser algo singular y se convierte en algo plural. Se convierte, precisamente, en una película-. Tampoco sé si debería llamarlo película. No sé si el metraje de una obra cinematográfica limita o niega ese nombre. El tiempo no debería ser quien designe un hecho. Medir el tiempo de una realidad para buscar su definición niega su existencia. Nos pasamos la vida lamentando lo que pudo haber sido y por tiempo no llegó a ser, o cuánto podría haber durado lo que no duró sin darnos cuenta de que en este empeño nos cegamos a lo que sí fue. En el fondo, todo esto trata de saber lo que es, o mejor dicho, de querer saber, y esta voluntad de querer no va ligada a un diccionario o a un reloj sino a la valentía, valor del que carecemos en casi todos los momentos importantes de nuestra vida.

En el instituto tuve un profesor de literatura que decía que los hechos que no se pueden definir no existen. Desde entonces, y no sólo porque no quisiera entender las doctrinas de mi profesor, vivo en el convencimiento de que las cosas no dejan de ser porque no se les sepa dar un nombre. Si los sentimientos fueran fácilmente identificables y definibles, probablemente no existiría la condición humana. Seguro que no existiría el arte. Lo que sé es que existen las obras y el arte, que estas obras son la mayor expresión que tiene alguien de transmitir su idea, su visión, su mensaje, su belleza, su vida o lo que diga que quiera transmitir; por lo tanto debe de haber alguien que haga esas obras. Insight hemos tenido la suerte de hacerla nosotros. Sé que nuestra obra, de algo menos de veinte minutos, no necesita más metraje para contar la historia que cuenta ni más compresión para que sea entendida. Dura el tiempo que tiene que durar. Así que, más allá del poco ortodoxo debate matutino diré que tenemos una película minúscula, cerrada, de apenas veinte minutos. Que en ese tiempo hemos contado una historia como otra cualquiera, con vida en y fuera de los márgenes del fotograma, y que hoy hace un año que la empezamos a rodar.

INSIGHT y la atmósfera

Durante algo más de una semana, desde el momento en que se pone el sol y hasta altas horas de la madrugada, me viene un vivo recuerdo de ese primer día de rodaje. No sé si estará causado porque empiezo a visualizar la meta. Porque tras unos meses de forzado parón se ha retomado y encauzado el proyecto y me lo ha hecho presente. Porque empiezo a ver resultados, reacciones, opiniones y promesas. También puede ser nostalgia con un inseparable latiguillo de despedida ahora que sé que ya no me queda más tiempo en esta ciudad; añadido a la considerable y recientemente adoptada confianza en mí mismo, novedad a la que me agarro cual columna de acero en mitad de mi desgracia, de mi ruina económica y emocional. Pero quizá sea la época. Esta temperatura pre veraniega que, con su suave brisa cálida, invade mi habitación de los aromas de la floristería de la esquina en una gama parecida a la de aquella noche. Sí, probablemente sean esos lirios y jazmines los que, cada atardecer, convierten mi habitación en Bellesguard, porque está claro que de entre todos los sentidos, el olor es el más infalible cuando se trata de recordar, y por lo tanto el más cruel cuando se trata de olvidar. Puedes deshacerte de imágenes, de objetos, de situaciones vividas, de mensajes recibidos y sentimientos entregados, pero cuando menos te lo esperas aparece un olor, un perfume, una atmósfera dispuesta a darte una bofetada justo en mitad de la razón, decidida a resucitar todo lo que inútilmente te has empeñado en destruir. Con esto no me refiero al rodaje, claro. Al respecto tengo buenos y malos recuerdos, pero el tiempo los ha graduado. Hoy, el peor de los días no tiene en absoluto un regusto amargo ni desagradable sino bueno, y los mejores lo son mucho más. Son maravillosos. Ese 18 de Junio lo fue.

Empezó en el momento en el que llegué a la casa y le di la mano a Anna, la propietaria. Deberían ser las ocho de la tarde. Mientras llegaba el resto del equipo me perdí, por primera vez, en esos jardines, y es que ese primer día de rodaje también fue el primer día que entré en Bellesguard. De hecho –ahora puedo confesar esto- apenas cuatro días antes no sabía dónde íbamos a rodar. Kalo y yo nos pasamos semanas visitando parques por toda la ciudad. Buscaba señales que me dijeran que el banco donde Andrea deja a Enrique era ése y no otro. Tampoco tenía una idea clara, al detalle, del tipo de parque que quería. Lo que yo tenía en mente era algo tan etéreo como un perfume, como el estribillo de una canción que lleva la firma de alguien que ya no está, un paisaje reconocible mentalmente, un objeto, un… Algo. Quería el trozo de madera flotante sobre agua estancada de El Eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962). Quería sus surcos cuando Mónica Vitti la hundía. No tenía ni idea de lo que quería. Referentes, autoreferencia y mucha poesía. Sí sabía lo que no quería, y eso resultó ser el 99% de los parques de Barcelona. Por eso, cuando se me propuso rodar en los jardines de Bellesguard y de la forma en que nació la propuesta sabía que allí estaba mi banco, fuera cual fuese su forma, color o materia.

Fui caminando con Iban desde el centro hasta la casa. Eso significa andar muchos kilómetros. La puerta metálica de entrada estaba cerrada. Desde la calle apenas había visibilidad para poder espiar aquello que se encontraba al final del camino, y las largas ramas de los sauces y la altura de los pinos ocultaban cualquier atisbo de intervención humana. Dando una kilométrica vuelta a la manzana, buscando grietas en los muros externos que desvelara su secreto, observados en 360º por la cruz gaudiniana que corona la torre y absorbido por un onirismo atemporal fue cuando le dije a Iban que allí estaba mi trozo de madera. Por eso, cuando le di la mano a Anna y puse el pié en el primer centímetro del camino que no pude pisar aquél día, ya me vi captado por el espacio de forma irremediable, invadido por una ausencia de ritmo de vida –si acaso más natural-, sumergido de lleno en la memoria de Enrique y viendo cómo ese jardín se adueñaba enteramente del papel de “parque”. No deja de ser curioso que lo único real de todo el relato se rodara en un espacio tan onírico como unos jardines proyectados por Gaudí. Era perfecto. Sin saberlo eso es lo que yo buscaba, que el paisaje fuera un personaje y que los personajes tuviesen una relación directa con ese paisaje –el taxi, la noche, el parque y la ciudad-. Crear un ambiente –como subrayé en las primeras notas sobre Insight antes de escribir el guión- a partir de esa relación. Pero esa relación no se creó sólo entre los actores-personaje y el paisaje-personaje. También se creó con el equipo. Sin duda esa noche ayudó a la ejecución de nuestro trabajo. Dicen que los paisajes influyen en las personas y las personas imprimen sus huellas en ellos. No sé qué huella habremos dejado nosotros en Bellesguard pero sí sé cuántas imágenes y cuántos momentos nos ha dejado haber rodado allí. Esos jardines fueron el sitio donde se localizó la realidad de Enrique, pero también es el sitio donde, desde entonces, se localizan mis sueños.

INSIGHT y lo onírico

Cuando me preguntan de qué va Insight he comprobado que nunca doy la misma respuesta. Lo que siempre ofrezco son balbuceos, palabras inconexas, tics nerviosos pagados contra mi pelo y orejas y, sobre todo, confusión. Mucha, empezando por errar en mezclar mi vida con la de mi personaje hasta el punto en que no sé si hablo de mí o hablo de Enrique o hablo de los dos. La situación es todavía más grave si tengo en cuenta de que Enrique es una mezcla de muchas cosas que nada tienen que ver conmigo. No a nivel íntimo. Enrique también es un personaje de ficción creado por mi amigo Javi Giner en su relato “Diario de un escritor que no escribe”. Enrique es mi amigo Serse imaginando durante un segundo toda una secuencia en un bar a partir de un elemento externo. Es él viviendo durante este minúsculo tiempo dentro del paisaje que su imaginario pictórico le ha creado, y es él modificando su final para darle una salida exitosa a sus personajes, a nosotros. Enrique es cualquier artista caprichoso, joven y perdido, que demanda a gritos amor cuando en realidad no desea ser amado sino aceptado, y no para de murmullar sonsonetes acerca de su vanidad, egocentrismo y rebeldía. Enrique es todo aquél que crea llevado por experiencias propias e ideas peregrinas y, por lo tanto, reconstruye su vida sobre terreno inmaterial. Aquél que convierte a sus seres queridos en personajes para decirles todo lo que nunca ha podido pronunciar. Aquél que escribe para recuperar a alguien, incluyéndose a sí mismo. Aquél no conforme con la vida que le ha tocado en prenda y escapa de ella, látigo en mano, subiéndose a los escenarios donde cree desenvolverse mejor. Yo también encontré de esta forma a Enrique, y así le di un nombre. Vivía más en el germen de Insight que en el trabajo que me pagaba el alquiler. Me evadía de la tediosa sensación de vacío apuntando en una inseparable libreta nombres y apellidos curiosos de los clientes a los que tenía que contactar. Limones, Amigo, Casto, Casas Rojas… Muriel. Enrique. Quique. El escritor y el ex novio. Tras registrar el guión descubrí que Enrique Muriel es en realidad el pseudónimo de otro escritor, Francisco González Ledesma, especializado en el género policiaco. Curiosa casualidad teniendo en cuenta que Enrique juega a ser un personaje de novela negra con el taxista. Pero Insight no es sólo un personaje. Hay algo más.

La mayoría de mis sueños se repiten, pero el otro día soñé una cosa por primera vez. Estaba con Javi en el terrado de un edificio. Nos asomábamos a la ciudad recostados sobre un pequeño muro. Éste nos separaba de un tejado que estaba a un nivel inferior a nosotros. En el tejado había tres o cuatro personas sentadas en hamacas y sobre las tejas, fumando y bebiendo vino. Javi me dice “mira” y el cielo empezó a cambiar casi en stop motion. En un instante pasaba de estar nublado a despejado. Las nubes creaban claros y el cielo se teñía rápidamente de ocre, sin transiciones ni movimiento. Un chico del edificio de enfrente salía al balcón desnudo y se ponía a bailar. Comprendí que lo que allí estaba pasando es que Javi me estaba enseñando su película. Todo lo que mis ojos estaban viendo sobre la ciudad era la película de Javi. Su obra estaba ocupando el sitio que corresponde a la realidad, proyectada sin proyector sobre el cielo y los edificios, creando personajes allí donde no había personas. Empecé a pensar cuán inverosímil sería creerse la escena si no buscara su justificación en el cine. Todo puede tener sentido si lo que se contempla está dentro de los márgenes de una pantalla. Abrí una libreta como si fuese una antigua caja de música. Me metí los dedos en la boca y extraía palabras que depositaba dentro de la libreta/caja. Estaba pensando “escríbelo” pero era incapaz de formar ni una sola frase con esas palabras. Consciente de estar dentro de un sueño volví a pensar “escríbelo” y desde mi cama busqué mi libreta. “Escríbelo. Que no se te olvide al despertar” pero me percaté de que la idea era algo fácil y básica. Decido contárselo a Javi. Empiezo “Javi, no te va a gustar lo que te voy a decir pero has hecho de Godard”, aunque éste ya había cogido una bicicleta oxidada, había saltado el muro y pedaleaba sobre ella hasta el borde del tejado, justo frente al vecino desnudo, con quien se puso a bailar. Mis sueños están instalados en un territorio donde la dialéctica no tiene vigencia. Lo aterrador no consiste ya en ser reducido a un mero espectador ante la ampulosa orquestación de los actos que los componen, sino despertar justo antes de que me muestren el secreto que encierran. Por eso no me gustan las mañanas. A la luz del día me es incapaz esconderme del aliento que dibuja sus caras.       

Hace apenas unos días, los actores me escribieron un párrafo entre lo biográfico y la trayectoria profesional para incluirlo en el dossier de distribución. Revisando los textos que les pedí, conociendo los perfiles del equipo técnico y conociendo el mío propio, compruebo que todos tenemos un común denominador con Enrique. Palabras como vocación, mirarse, escucharse, sueño, pulsión, curiosidad, disfraz, eran usadas y compartidas. Pienso en Jorge, el director de arte, diseñador y compositor. Músico y trotamundo, y supongo que no hará falta más explicación para que entendáis su papel. También pienso en Gemma, la asesora de arte, volviendo a esto del cine por nuestra historia después de diez años enlazando publicidad con arquitectura y un constante proceso de reinvención y de encuentro consigo misma. O en Kalo, un primer ayudante con alma de profesor, de productor y de muchas otras cosas que no conjugan con un crédito secundario. O Esther y Damián, los productores, entregándose al proyecto como fuga y refugio de otros lugares, de otros pasados, mirando siempre al futuro. Por no hablar de los actores. Los cuatro cimentados sobre carreras profesionales muy dispares y alejadas de la interpretación aún no habiéndola perdido de vista desde su niñez. Entonces pienso en la forma en que nos cree conocer la gente, bajo cuántas máscaras, bajo cuántos perfiles. Cuánto dejamos ver y a quién, y caigo en la cuenta de lo mucho que creemos conocer a los otros cuando en realidad no sabemos nada de nada ni de nadie. Nuestras responsabilidades curriculares y relaciones profesionales, vaya, nuestra experiencia, nos lleva a cargar con unas cuentas y unas deudas heredadas que probablemente nosotros engrosemos para desgracia de quienes nos precederán. Sin embargo nuestro instinto, nuestras pulsiones, nuestras curiosidades, nuestra alma –que es el elemento más mortal que conozco- nos rebela contra nuestra experiencia. La primera pone en suspenso la vida. El segundo pone en suspenso la muerte. El pensamiento es el único que realmente tiene algo que decir en este punto, sobre todo ante una noticia o hecho importante. Es entonces cuando nos acordamos de la niñez y de esa alma mortal y pura deseando ser pigmentada de sueños. El rodaje ha sido un punto de encuentro de estas personas con mentalidad de niño, de niños tardíos, de adolescentes eternos, de gente con ganas de mirarse, escucharse y vivir. Emprendimos un viaje parecido al de Enrique y ahora, un año después de ese primer plano, seguimos nuestro camino. Nada ha sido igual para ninguno de nosotros. Algunos hasta han cambiado su destino desde un punto geográfico diferente. Nos creemos nuestro sueño. Le damos sentido. Sacamos a bailar a nuestros propios personajes llegando a ellos con o sin bicicleta oxidada, y nos convertimos en uno más.

INSIGHT y el primer plano

Lo único que recuerdo de la noche anterior Bellesguard es que dormí mejor de lo que imaginaba. Sabía que todavía había temas de producción por cerrar, que vivía entre el pánico y el entusiasmo por empezar a materializar lo que había permanecido tanto tiempo en mi cabeza, pero esa noche simplemente dormí. Damián llegaba de Alicante a la hora de comer, aunque de eso tengo sólo una vaga idea. Sé que sucedió, pero no cómo sucedió. No me acuerdo de lo que hicimos ni adónde fuimos. Lo único que sé es que estaba contento de que él pudiera vivir ese día conmigo y pudiera comprobar la verdad de aquello sobre lo que sólo tenía constancia por las versiones del guión que le iba mandando. Quizá me engañe a mí mismo pero la sensación que me queda de esa mañana es de una completa tranquilidad. Desayuné solo, lentamente. Creo que ni me vestí hasta bien próxima la hora en la que Damián llegaría. No llamé a nadie del equipo, ni intenté meter prisa ni entrar en pánico, y no porque tuviera plena confianza en mí. En realidad estaba acojonado. Era la primera vez que me ponía a dirigir y no sabía cómo iba a llevar el peso de un rodaje que, desde su origen, distó mucho de ser amateur. Yo, que sólo soy un listo de pueblo, que apenas tengo formación en cine y lo máximo que había visto sobre rodajes cinematográficos era en los making of de las ediciones especiales en DVD, me advertía sedado por mi presumible impericia. De manera inconsciente me tranquilizaba la arenga que me recitó Kalo acerca de lo que deberían de ser mis preocupaciones. De hecho fue una de sus condiciones para trabajar conmigo. “Dedícate a los actores, al guión y a que el trabajo del equipo resulte acorde a lo que tienes en mente”, me dijo. Sé que lo que yo tenía en mente lo transmití falsamente con el guión técnico, cuando me vi forzado a planear ciertos puntos de la historia sobre los que no tenía una idea madura del lenguaje audiovisual que quería utilizar. Si a día de hoy, acabando el montaje, sigo reescribiendo el guión, ¿cómo podría decidir meses antes y de forma cerrada los tipos de planos que quería? Sabía que ese guión técnico era sólo una hoja de ruta no del todo fiable, pero había planos que ya estaban instalados en mi cabeza de forma inmodificable. El primer plano de Andrea era uno de ellos.

A nivel técnico era fácil: un plano secuencia en cámara en mano. A nivel emocional no tanto. Necesitaba que la cámara hablara por un Enrique sujeto a la actuación de Roberta, pero mucho más allá, una Andrea rehén de la imagen, y por tanto, condenada a una inmutable y empecinada presencia, convirtiendo en un eterno presente su propia historia, ese momento, imposibilitando un futuro, exterminando el olvido. De ahí que también, sobre el guión técnico, exista este diálogo entre el primer plano de un Enrique en presente con el primer plano de una Andrea en pasado llevada al presente. Al menos esa era mi intención. En ese primer plano lo importante no era la psicología del personaje sino la propia imagen como parte de la historia. Ése era el objetivo de la escena. Quería mostrar que el único referente a la realidad en todo el relato provenga de que ésta haya sido registrada por el personaje con una videocámara. La realidad de Enrique deriva de haberla captado y modificado según su gusto y estética, por lo tanto, de haberla desprovisto de tiempo. Kalo me incitó a apuntar los objetivos de cada escena y personaje, me ayudó a pensar el guión para que pasara de ser un relato a una producción. En mi libreta apunté frases que no sólo me ayudaron a profundizar en mi historia sino que me ayudaron mucho en el trabajo con los actores. Esto fue lo que más me gustó de todo el proceso. Pasear con Rodrigo y Roberta por los jardines hablando de los sentimientos de los personajes, de lo que hicieron allí, de lo que van a hacer luego… Convertir a Ángel en Ramón. Llevarle a comer a los restaurantes donde departía con mi padre. Visitar su puesto de trabajo. Vaya, me encantó trabajar en lo invisible. Quería descubrir cuán visible se hacía delante de la cámara. Insight no tiene grandes pericias técnicas ni es demasiado arriesgado en su estructura. Tampoco tiene costosas localizaciones ni composiciones complejas. Insight es una obra de ambientes y es, sobre todo, una obra de primeros planos. El rostro de los personajes cuentan la historia.

He descubierto que mi forma de trabajo es dejar que sucedan cosas en el set para no perder el momento. Encontrarme con la imagen a la hora de rodar limitándola muy poco sobre papel, guiado sólo por el guión literario y pocas indicaciones técnicas. Sé que es una forma muy vaga de trabajar. Admito que soy muy perezoso, que nunca se me dio bien esforzarme a fondo –creo que nunca he descubierto dónde está mi techo en esto del esfuerzo- y que me cuesta mucho aplicarme. Mi hermano diría que no me gusta trabajar, y no le quito razón. De pequeño ya me pasaba con la música. Mi profesora de piano odiaba que me dedicara a aprender canciones de Mecano o Roxette –era la época- en vez de estudiar a Béla Bartók. Estaba harta de golpear su barita contra mis nudillos cuando notaba que tocaba de oído en vez de leer la partitura. Este mi método me evita precisamente eso, leer la partitura, pero sobre todo me libra de reordenar lo abstracto, ejercicio que me resulta soporífero. Me agoto sólo de pensar en dar una coherencia matemática a imágenes mentales. En la mayoría de las ocasiones dudo del funcionamiento científico de las cosas. Me sumen en una impotencia que mata mi motivación. No se puede pensar siempre en la técnica, hace que pierda la libido, pero una de las cosas que aprendí en este rodaje, en sus últimos días para ser exacto, es que sólo los genios o quien esté bien preparado tienen la capacidad de improvisar.

La noche que rodamos la escena de Ángel fue muy dura. No había descansado nada a pesar del empeño de Marisa. El día anterior estuvimos rodando hasta bien entrada la madrugada las tomas del taxi, Rodrigo y Xavi en la cantera. No recuerdo en qué empeñé el día pero en cualquier caso esos menesteres impidieron que me centrara en definir y plasmar la difícil coreografía técnica y actoral que tenía en mente para la escena de Ramón. Había estado meses trabajando el papel con Ángel, y él a su vez con Blanca. Eran ocho o nueve páginas de guión cargadas de estómago y corazón, por no decir de vísceras y sangre. De hecho Kalo solía decir que la película era esa escena con añadidos por delante y por detrás. Mi objetivo era evitar convertir la conversación entre Enrique y su padre en una pieza teatral, y esto, añadido a su peso para la película, imprimían mucha más presión en mí.

Con los actores ya listos y el plano plantado empezó a llover. Luego a granizar. Luego llegó el viento y los focos por el suelo y las banderas rotas. Tuvimos que parar. Yo me hacía cruces y acumulaba tensión que no descargaba. Me encerré en uno de los coches durante unos minutos. Creo que fue Hitchcock quien dijo que lo más difícil de un rodaje era salir del coche. Ahora entiendo por qué. Otra vez en el set comprobamos que el sonido venía contaminado por todo este capricho de la naturaleza, añadido a que empezaba a amanecer y, por tanto, la industria se empezaba a despertar. Tuve que desechar definitivamente los saltos de eje que tenía en mente. Las circunstancias requerían otra cosa. Pasar directamente al primer plano de Ángel y eliminar la complejidad técnica. Ángel estaba sublime, increíble. A pesar de las condiciones, Ángel y Rodrigo no perdieron a sus personajes en ningún momento de esa noche, durante esas cinco o seis horas. Quizá esas circunstancias potenciaran la interpretación, no lo sé, pero yo acabé roto, decepcionado, impotente, y cargué. Acabó el rodaje y no hubo ni aplausos ni abrazos ni botellas de cava descorchadas. Nos dimos un descanso de cuatro días. Durante ese tiempo no quise saber nada del equipo, ni de los planos, ni del guión, ni de la producción. Nada. En esa nada me sepulté. Esos cuatro días los pasé en blanco, lamentando la forma en que todo acabó, desconfiado por la calidad del material. El lunes siguiente, por la tarde, me metí en la sala de montaje. Sin tensión, sin recelo, asumiendo la falta, dispuesto a ver retales e imaginar qué puedo vestir con ellos. Lloré. Viendo las tomas y, sobre todo, el primer plano de Ángel, no supe hacer otra cosa que llorar, pero no de tristeza. La decisión de pasar al primer plano fue más que acertada y en contra de mis suposiciones, esta decisión no fue, en absoluto, en favor de la teatralidad. Aprendí que cuando uno de los personajes está abriéndose, captando nuestra atención confesando lo que decida confesar, cuando un actor centra la acción y está descargando todo su arsenal interpretativo, no hay mejor decisión a nivel cinematográfico que cerrar el plano y dejar que el actor actúe. El primer plano es pura y únicamente cinematográfico, algo de lo que el teatro carece. No se necesita de grandes escenarios, ni efectos especiales, ni de espectaculares movimientos de cámara, nada acerca de todo un batallón digital o salones llenos de actores de reparto que puedan compararse a la inmensidad e intensidad del rostro de un actor en escenas como ésta. Por eso me derrumbé. Lo hostil en el set de rodaje ese convirtió en un refugio en la sala de montaje. Me hubiese quedado a
vivir en esas tomas, en el rostro de Ramón, en la interpretación de Ángel.

INSIGHT y la oscuridad

La gente suele decir, sobre todo si son padres, que no sólo de sueños se vive. Eso no es del todo cierto. Puedo afirmar que desde el 2009, fecha en la que dejé de tener ingresos estables y trabajos acordes a mi currículum profesional, fecha en la que también decidí dejar de disfrazarme bajo pieles que ya no eran las mías –si acaso lo fueron alguna vez-, vivo de ello, de mis sueños, y por lo tanto vivo sin nada más que de materia abstracta mucho más tiempo de lo que mi médico y mi estómago me aconsejarían. No podría daros las claves ni consejos al respecto –afirmo que, igualmente, no es muy aconsejable-. Si conversara con un gran amigo que ha empeñado su vida profesional en amansar dinero, acumular propiedades en diferentes ciudades e incluso países, que se vanagloria de dignificar su trabajo y, por lo tanto, de afirmar que el trabajo le dignifica, me volvería a decir que en estos tres años no he hecho más que perder oportunidades, opciones de desarrollo profesional, posibilidades de ahorro, de inversión, de acomodamiento de una vida, mi vida, en una casa, en unos beneficios, con unas obligaciones, deberes y derechos. Se ha convertido en mi padre teniendo sólo cinco años más que yo. En parte no quito razón a lo que dice. Su razonamiento es tan lógico como válido, salvo en dos excepciones. Una, y no me pondré en absoluto panfletario con esto así que sólo la enumeraré, la situación económica actual, culpable de mi anquilosada valía ante cualquier reclutador de recursos humanos porque ya soy un miembro más de la generación perdida de la que algunos hablan; y dos, cuando mi amigo/padre me dice que he llenado mi vida de oscuridad. Es curioso que diga oscuridad cuando el principio del fin de estos tres años ha sido rodar un cortometraje que transcurre, en su totalidad, en la noche más cerrada y negra que haya conocido nunca.

Recuerdo que cuando mostré por primera vez a Ángel y a Blanca unos planos en bruto de Insight les advertí que, probablemente, su primera impresión fuera de decepción porque la imagen la encontraran demasiado oscura, al menos no atractiva para poder incluirlas en el videobook que tenían en mente. Efectivamente, esas imágenes nunca fueron incluidas en ningún videobook. Al principio notaba cierto lamento porque el actor, en el momento álgido de su interpretación, no estaba bien definido debido a lo poco iluminado que estaba su rostro. Minutos más tarde entendieron que lo que habían visto no era al actor, a Ángel interpretando, sino al personaje, a Ramón, y acertaron en afirmar que, a nivel general, las preguntas y las aproximaciones sobre la oscuridad suelen ser erróneas y, por lo tanto, la búsqueda de la luz mal encaminada. Lo importante no es fijarse en la poca luz que hay sino en cuánto se ve. Lo importante es cómo están aprovechados los pocos recursos y elementos de los que se dispone cuando te limitan la visibilidad –y en la vida, ante el futuro, todos actuamos con un grado elevado de ceguera- para conseguir el objetivo que te propones, para seguir adelante. En el caso de la escena de Ramón, captar de una forma fantástica una relación paterno-filial.  

Anoche me fui a dormir pensando en ese encuentro con ellos. También pensando en cuán importante deriva algo cuando es lo único que te queda, y emprendí una conversación imaginaria con mi amigo/padre de 36 años acerca de la valía, la productividad, la vida y la oscuridad, y me dio por escribir algo que sabe cualquier escritor: “La oscuridad te enfrenta a innumerables retos. Tropiezas con obstáculos que debes aprender a sortear y te crea abismos vertiginosos. Pero también te ofrece espacios infinitos donde expandirte y desarrollar tu creatividad e ingenio. La oscuridad no aniquila la posibilidad de acción, todo lo contrario, la aumenta. Te enseña aunque sea a golpe de tropiezos y caídas, potencia la imaginación y la percepción, y, en mi caso, me permite ficcionar mi realidad, que es la mejor forma que he encontrado para contarla y para recobrar el deseo de participar de mi propia vida.” Y completo aquí que Insight no deja de ser más que eso. Una chispa desde nuestra ceguera. Unas ganas de relatar una vida para poder vivirla. Un hacerlo posible. Vivir haciéndolo posible.